Actúan de noche, no dan nombres, no buscan fama ni dinero. El Frente de Liberación Animal (ALF, por sus siglas en inglés) es una red clandestina internacional que desde los años 70 ha irrumpido en laboratorios, granjas y criaderos para rescatar animales sometidos al maltrato. Para ellos, su causa no es un delito: es una respuesta urgente ante el sufrimiento que otros prefieren ignorar

Operan en la sombra… pero con una misión clara
El ALF no funciona como una organización tradicional. No tiene oficinas ni voceros oficiales. Se trata de pequeñas células o individuos que comparten una ideología común: liberar a los animales del abuso humano, cueste lo que cueste. Sus acciones apuntan a lugares donde se experimenta con animales, se produce piel, se crían animales para consumo o se usan para entretenimiento.
Sus métodos incluyen liberar animales, destruir herramientas de tortura o cámaras de experimentación, dañar vehículos de transporte y publicar pruebas encubiertas. Siguen un principio: jamás causar daño a seres vivos, ni siquiera a humanos. Aun así, muchos gobiernos consideran sus acciones como actos de eco-terrorismo, por los daños materiales o las infiltraciones ilegales.

¿Justicia o extremismo? La línea que divide a una causa
Quienes apoyan al ALF ven en ellos a héroes invisibles que exponen la crueldad sistemática que ocurre tras puertas cerradas. Señalan que sin esas grabaciones, redadas y rescates, millones seguirían sufriendo en silencio. Sus críticos, en cambio, denuncian que cruzan límites éticos y legales, arriesgando vidas humanas y deslegitimando las vías pacíficas de activismo.
Más allá de las posturas, lo cierto es que las imágenes, documentos y testimonios que han salido a la luz por sus intervenciones han obligado a muchos países a replantear normas y prácticas. Aunque se mueven en la sombra, su impacto ha dejado una huella en la historia del activismo animal.